En la naturaleza, cada día de un ave es una coreografía de movimientos y sabores. Al amanecer, el aire se llena de cantos mientras los primeros rayos de sol iluminan su plumaje. La búsqueda de alimento se convierte en una aventura: saltan de rama en rama, vuelan largas distancias, examinan flores, frutas y semillas, escogen con precisión lo que su instinto les dice que es lo mejor para su cuerpo en ese momento. Un insecto para un extra de proteínas, un brote tierno lleno de minerales, el néctar dulce que aporta energía inmediata. Todo en la vida silvestre está pensado para equilibrar su dieta y mantener su cuerpo en perfectas condiciones para sobrevivir y reproducirse.
Pero en casa, la historia cambia. La jaula, por más espaciosa que sea, limita el vuelo; el comedero siempre está en el mismo sitio y, muchas veces, el menú no varía. Para demasiadas aves de compañía, ese menú consiste casi exclusivamente en semillas. Son cómodas, no se estropean rápido, y a ellas les encantan. Sin embargo, esa fascinación esconde un problema: las semillas más populares, como las de girasol o cártamo, son auténticas bombas de grasa y, al mismo tiempo, pobres en vitaminas y minerales esenciales. Cuando son la base de la alimentación el cuerpo del ave empieza a resentirse de manera silenciosa. Las plumas pierden su brillo, el sistema inmune se debilita, los huesos se vuelven frágiles, el hígado acumula grasa y la energía vital se apaga poco a poco.

La vitamina A, por ejemplo, es fundamental para mantener sanas las mucosas respiratorias, la piel y el plumaje, pero en una dieta a base de semillas casi siempre está ausente. La vitamina D3, junto con el calcio, construye huesos fuertes y permite que una hembra ponga huevos con cáscaras resistentes, pero sin la exposición a la luz solar directa o una fuente artificial de rayos UV, su síntesis se interrumpe y el cuerpo se debilita. La vitamina E protege las células y los músculos, pero en cautiverio, su carencia puede pasar desapercibida hasta que aparecen problemas neuromusculares. En la naturaleza, las aves equilibran estos nutrientes con lo que encuentran; en cautiverio, dependen de lo que nosotros decidimos darles.
Y así llegamos a otro enemigo silencioso: el sedentarismo. Las aves salvajes vuelan kilómetros cada día; las domésticas, si no se les da la oportunidad, apenas se mueven. Esa falta de actividad, sumada a una dieta rica en grasas, conduce a la obesidad. A primera vista, puede que no parezca grave, pero con el tiempo, el exceso de peso les dificulta respirar, les desgasta las articulaciones, sobrecarga su corazón y les inflama el hígado. Una vida larga y sana no se construye solo con alimento, sino también con movimiento y estimulación.
Por eso, más que hablar de “prohibir” semillas o “obligar” a comer pellets, se trata de recuperar algo del espíritu salvaje en su día a día. Una dieta variada, que combine alimentos formulados de buena calidad con verduras frescas y frutas, que incluya pequeñas porciones de semillas como premio y no como base, y que ofrezca diferentes texturas, colores y sabores, no solo cubre sus necesidades nutricionales: despierta su curiosidad, les da motivos para explorar y mantiene su mente activa.
Al final la alimentación para aves no es un acto mecánico de llenar un comedero. Es un diálogo silencioso con su naturaleza, un compromiso de devolverle, dentro de nuestras posibilidades, la riqueza que tendría en libertad. Es poner en cada bocado un pedacito de selva, de bosque o de sabana. Es cuidar no solo de su cuerpo, sino también de su espíritu.